La última noche
―¿No te parece que es hora de levantarse?
Él respondió al reclamo, dándose vuelta en la cama de hojas.
―Siempre lo mismo.―Dijo ella, levantando breves y ráfagas de viento con su voz.
Él abrió solo un ojo y pudo darse cuenta de que ella se había enojado. Se incorporó y ordenó que se haga el día. De inmediato amaneció. Las aves despertaron y saltaron de sus nidos a volar.
―Buenos días.―Dijo él, en tono conciliador.
Ella no respondió, y acompañada solo por la brisa, caminó hasta un peral para procurar el desayuno.
―Buenos días.―Insistió él acercándose.
―Bueno, si, buenos días. Era hora que fuera día.―Replicó ella aun con tono picante.
Él se acercó, quitó las peras de sus manos y la abrazó. Por primera vez sus cuerpos se tocaron. No pudo evitar besarla, llevarla nuevamente al lecho y ordenar que se haga la noche.
Luego del efímero crepúsculo todo fue amor, fuego y descubrimiento.
Adán despertó primero que Eva y como era habitual ordenó que se haga el día. Pero nada ocurrió.
Undici
Con tres repiques, las campanas de la iglesia de enfrente anunciaron la hora.
Así estuvo el viejo largo tiempo impaciente, inquieto golpeaba el piso con su bastón una y otra vez, levantando la mirada ocasionalmente, moviendo todo su cuerpo con pasos leves para mirar a los lados. Abría y cerraba su boca, como degustando algo, pero solo era síntoma de su ansiedad. Siguió viendo a un lado y a otro, hasta que quedó mirando una figura sin forma, apretó los párpados como intentando ver, y a unos poco metros logró distinguir a don Eliseo.
―¡Era hora! Viejo de porcaría. ¡Má de media hora tarde!― Dijo don Carlo con la nariz colorada, increpando a don Eliseo que se movía a paso suave.
―Es que estaban los nietos y pellizcamos algo con toda la familia.― Replicó don Eliseo mientras miraba de cerca el mazo de llaves buscando la correcta.
El bar era pequeño, con dos grandes ventanas y en medio la puerta de entrada. Don Eliseo destrancó la cortina metálica de la puerta principal y de un solo empujón ―mostrando destreza adquirida luego de tantos años― levantó la cortina, enseguida don Carlo sin pedir permiso, y ausente de modales, metió su bastón frente a Eliseo y así pudo entrar antes.
―Freddo e oscuro come la morte.― Dijo bajito don Carlo.
―¡Mirá que te escuché!― Dijo Eliseo con voz más fuerte y haciendo eco, mientras abría las cortinas de las ventanas.
―Sabe, ya non se si quiero los dieci angeli para el día de la mía morte.― Dijo don Carlo mientras se quitaba con dificultad el abrigo.
―Hace años que jodés con los diez ángeles, y ahora ya no los querés. ¿Quién te entiende?― Replicó Eliseo.
―Ma, no, non e que no los quiera.― Dijo don Carlo con voz apagada mientras se sentaba en la mesa de siempre y con el diario en sus manos.
El sol entraba por las grandes ventanas, llenando de luz el lugar, especialmente la mesa de don Carlo. Eliseo encendió la radio. Don Carlo dejó de leer el diario, se quedó pensando, mirando al vació unos segundos, luego quejandose dijo:
―Poné la ottra.― Mientras movía todo su tronco para poder mirar la repisa de madera donde estaba la radio.
Eliseo, puteando bajito, dejó el cajón que estaba cargando, volvió hasta la radio y puso la estación que le gustaba a don Carlo. Luego de ordenar botellas, preparar la maquina del café y sacar las medialunas de la heladera, sirvió una vasito de bar con medio de amarga y medio de vermouth, dio la vuelta al mostrador, puso el medio y medio en una bandeja junto con un trapo y lo llevó a don Carlo.
―Acá tenés. ― Dijo casi tirando el vaso en la mesa del viejo.
Don Carlo puteo cortito en su idioma y sin levantar la vista siguió leyendo el diario. Eliseo volvió al mostrador para dejar la bandeja, casi enseguida a su espalda sintió el ruido del vaso rompiéndose contra el piso, se dio media vuelta y vio como don Carlo también caía al piso. Eliseo dejó caer la bandeja y corrió a levantarlo. Como pudo lo sentó nuevamente.
―Duele.― Dijo asustado don Carlo con la voz quebrada y tomando su brazo izquierdo con el derecho.
Enseguida Eliseo se aseguró que el viejo no fuera a caer de la silla y corrió al teléfono, llamó a la emergencia y volvió enseguida con Carlo.
―Tranquilo viejo. Ya vienen. ― Dijo Eliseo abrazándolo.
―Si, lo se, ya vienen. ― Dijo don Carlo con los ojos cerrados y apretando su pecho.
Don Eliseo lo sostuvo como a un niño, intentando darle calma, sintiendo su respiración y rezando. Así pasaron algunos minutos al sol y en silencio hasta que llegó la emergencia. El doctor, acompañado por un enfermero pidió a Eliseo que se apartara, abrió la camisa del viejo, oscultó y enseguida dijo que era un infarto.
Eliseo se acercó a verlo nuevamente, permanecía con los ojos cerrados y moviendo su boca otra vez, como degustando, entonces lo escuchó decir:
―Undici, undici angeli o no me voy.―
Don Eliseo veía atónito la situación, era el único que podía entender, no pudo evitar sonreír y pensar “que viejo de mierda, ¿será posible que hasta negocie con los ángeles?”.
―¡Undici, ho detto!― Dijo enojado mientras apretaba la cara y su mano tanteaba el costado buscando el bastón.
Entre quejidos, rezongos, el rostro del viejo se apaciguó.
El doctor hizo todo lo posible, pero era claro que el viejo había cerrado trato. Cuando dejó ir su último suspiro, las campanas de la iglesia dieron las cuatro, sonando once veces.
****
Aun hoy, en algunos domingos soleados las cuatro de la tarde suenan once veces, es entonces cuando los ojos de don Eliseo se inundan con recuerdos, se sirve un medio y medio, sintoniza la radio en aquella emisora y se sienta en la mesa de don Carlo.
En memoria de don Eliseo y su señora (cuyo nombre lo logro recordar), quienes en mi niñez eran dueños y atendían el bar-almacén de Dufort y Álvarez y Gil en el prado.
Sombras de luna
Sin mirarse a los ojos, hablan un extraño idioma de pocas vocales. Cada quien lo hace en el momento preciso, sin superponerse en su intercambio de consonantes. Aquello parece algún tipo de ritual. Lo único que logro comprender, es que el anciano encorvado llama “gurú” al que mira al cielo.
Un frío intenso y fugaz recorre mi espalda, pero la curiosidad inunda el resto de mi ser manteniéndome escondido, casi agazapado detrás de un árbol. Sopla una brisa suave en el lugar.
El anciano de la marca en la frente, aun mirando a las estrellas, comienza a hacer un movimiento leve con los dedos de su mano derecha, como tocando las teclas de un piano imaginario suspendido en el aire, al tiempo que su abdomen y pecho se mueven marcando la respiración pausada y profunda.
El otro anciano, se mantiene en su lugar, de pié y casi inmóvil, tanto como sus fuerzas se lo permiten.
Luego de unos segundos, la mano del piano se detiene y cierra el puño de la mano izquierda, de inmediato la brisa se detiene y los cabellos del anciano gurú caen dóciles sobre sus hombros. El otro anciano deja caer el bastón, con evidente esfuerzo se mantiene de pié y cierra los ojos. Todo queda en silencio, la brisa se mantiene ausente, pero algunas pocas hojas secas comienzan a dar vueltas alrededor el débil anciano.
El anciano mayor se mantiene inmóvil mirando al cielo, mientras las hojas como impulsadas por una extraña fuerza, continúan rodeando lentamente al otro anciano, hasta que el gurú con un movimiento rápido abre sus dos palmas, entonces las hojas toman velocidad en torno al viejo tembloroso. El viento despierta y junto con las hojas se hace cada vez más intenso hasta convertirse en un pequeño tornado que crece y ruje hasta cubrir por completo al viejo que ya casi no podía sostenerse en pié . El bastón que yace en el piso sele disparado, y pega en el árbol que me protege. El viento sopla a cada momento con mayor intensidad en todo el lugar, al punto que para mantenerme debo sujetarme fuerte del árbol. Mi cuerpo está tenso, el aire frío y huracanado me hace cerrar los ojos, ramas, hojas y arenilla golpean mi rostro y manos, todo mi esfuerzo está en mis brazos intentando permanecer aferrado. Cuando ya casi no puedo sostenerme, estalla un grito desgarrador. El viento se calma y el silencio llena nuevamente todo el lugar.
Quedo tirado en el piso. Cuando recupero el aliento me incorporo. El anciano del bastón ya no está, y el anciano mayor, el gurú, baja sus brazos y abatido cae de rodillas.
En silencio, en el más absoluto de los silencios, siento el sollozo de aquel hombre, como un lamento acompañado de palabras sin vocales que –sin saber cómo- comencé a entender:
―No sabes, cuanto lamento que fueras testigo.―Dijo el anciano mayor observándome de reojo.
Aun agazapado detrás de aquél árbol, veo como el hombre dirige su mirada fría hacia mi y un puñado de hojas comienza a rodearme.