Undici

Era una tarde soleada pero fría. En la esquina, justo en la puerta del viejo bar ―aun cerrado― esperaba don Carlo. Un viejo italiano, dueño de una fábrica de botones de la que hacía ya mucho tiempo nada se sabía. Ahí estaba, pequeño y encorvado, siempre mirando al piso. Vestido con un viejo traje gris de invierno con un sobretodo y bufanda para reforzar el abrigo. La gorra negra que hacía juego con sus zapatos, daba calor a su cabeza calva. De su rostro, poco se veía mas que su nariz puntiaguda y ojos pequeños.

Con tres repiques, las campanas de la iglesia de enfrente anunciaron la hora.

Así estuvo el viejo largo tiempo impaciente, inquieto golpeaba el piso con su bastón una y otra vez, levantando la mirada ocasionalmente, moviendo todo su cuerpo con pasos leves para mirar a los lados. Abría y cerraba su boca, como degustando algo, pero solo era síntoma de su ansiedad. Siguió viendo a un lado y a otro, hasta que quedó mirando una figura sin forma, apretó los párpados como intentando ver, y a unos poco metros logró distinguir a don Eliseo.

―¡Era hora! Viejo de porcaría. ¡Má de media hora tarde!― Dijo don Carlo con la nariz colorada, increpando a don Eliseo que se movía a paso suave.

―Es que estaban los nietos y pellizcamos algo con toda la familia.― Replicó don Eliseo mientras miraba de cerca el mazo de llaves buscando la correcta.

El bar era pequeño, con dos grandes ventanas y en medio la puerta de entrada. Don Eliseo destrancó la cortina metálica de la puerta principal y de un solo empujón ―mostrando destreza adquirida luego de tantos años― levantó la cortina, enseguida don Carlo sin pedir permiso, y ausente de modales, metió su bastón frente a Eliseo y así pudo entrar antes.

―Freddo e oscuro come la morte.― Dijo bajito don Carlo.

―¡Mirá que te escuché!― Dijo Eliseo con voz más fuerte y haciendo eco, mientras abría las cortinas de las ventanas.

―Sabe, ya non se si quiero los dieci angeli para el día de la mía morte.― Dijo don Carlo mientras se quitaba con dificultad el abrigo.

―Hace años que jodés con los diez ángeles, y ahora ya no los querés. ¿Quién te entiende?― Replicó Eliseo.

―Ma, no, non e que no los quiera.― Dijo don Carlo con voz apagada mientras se sentaba en la mesa de siempre y con el diario en sus manos.

El sol entraba por las grandes ventanas, llenando de luz el lugar, especialmente la mesa de don Carlo. Eliseo encendió la radio. Don Carlo dejó de leer el diario, se quedó pensando, mirando al vació unos segundos, luego quejandose dijo:

―Poné la ottra.― Mientras movía todo su tronco para poder mirar la repisa de madera donde estaba la radio.

Eliseo, puteando bajito, dejó el cajón que estaba cargando, volvió hasta la radio y puso la estación que le gustaba a don Carlo. Luego de ordenar botellas, preparar la maquina del café y sacar las medialunas de la heladera, sirvió una vasito de bar con medio de amarga y medio de vermouth, dio la vuelta al mostrador, puso el medio y medio en una bandeja junto con un trapo y lo llevó a don Carlo.

―Acá tenés. ― Dijo casi tirando el vaso en la mesa del viejo.

Don Carlo puteo cortito en su idioma y sin levantar la vista siguió leyendo el diario. Eliseo volvió al mostrador para dejar la bandeja, casi enseguida a su espalda sintió el ruido del vaso rompiéndose contra el piso, se dio media vuelta y vio como don Carlo también caía al piso. Eliseo dejó caer la bandeja y corrió a levantarlo. Como pudo lo sentó nuevamente.

―Duele.― Dijo asustado don Carlo con la voz quebrada y tomando su brazo izquierdo con el derecho.

Enseguida Eliseo se aseguró que el viejo no fuera a caer de la silla y corrió al teléfono, llamó a la emergencia y volvió enseguida con Carlo.

―Tranquilo viejo. Ya vienen. ― Dijo Eliseo abrazándolo.

―Si, lo se, ya vienen. ― Dijo don Carlo con los ojos cerrados y apretando su pecho.

Don Eliseo lo sostuvo como a un niño, intentando darle calma, sintiendo su respiración y rezando. Así pasaron algunos minutos al sol y en silencio hasta que llegó la emergencia. El doctor, acompañado por un enfermero pidió a Eliseo que se apartara, abrió la camisa del viejo, oscultó y enseguida dijo que era un infarto.

Eliseo se acercó a verlo nuevamente, permanecía con los ojos cerrados y moviendo su boca otra vez, como degustando, entonces lo escuchó decir:

―Undici, undici angeli o no me voy.―

Don Eliseo veía atónito la situación, era el único que podía entender, no pudo evitar sonreír y pensar “que viejo de mierda, ¿será posible que hasta negocie con los ángeles?”.

―¡Undici, ho detto!― Dijo enojado mientras apretaba la cara y su mano tanteaba el costado buscando el bastón.

Entre quejidos, rezongos, el rostro del viejo se apaciguó.

El doctor hizo todo lo posible, pero era claro que el viejo había cerrado trato. Cuando dejó ir su último suspiro, las campanas de la iglesia dieron las cuatro, sonando once veces.

****

Aun hoy, en algunos domingos soleados las cuatro de la tarde suenan once veces, es entonces cuando los ojos de don Eliseo se inundan con recuerdos, se sirve un medio y medio, sintoniza la radio en aquella emisora y se sienta en la mesa de don Carlo.

En memoria de don Eliseo y su señora (cuyo nombre lo logro recordar), quienes en mi niñez eran dueños y atendían el bar-almacén de Dufort y Álvarez y Gil en el prado.

Sombras de luna

Sobre las hojas secas la luna llena dibuja la sombra de dos ancianos. Uno de ellos muy alto de cabellos grises y largos, se lo ve erguido con los brazos estirados al firmamento y con una extraña marca en su frente, enfrentado a él, el otro anciano con la espalda curvada, se sostiene con un bastón e inclina su cabeza como mostrando devoción.

Sin mirarse a los ojos, hablan un extraño idioma de pocas vocales. Cada quien lo hace en el momento preciso, sin superponerse en su intercambio de consonantes. Aquello parece algún tipo de ritual. Lo único que logro comprender, es que el anciano encorvado llama “gurú” al que mira al cielo.

Un frío intenso y fugaz recorre mi espalda, pero la curiosidad inunda el resto de mi ser manteniéndome escondido, casi agazapado detrás de un árbol. Sopla una brisa suave en el lugar.

El anciano de la marca en la frente, aun mirando a las estrellas, comienza a hacer un movimiento leve con los dedos de su mano derecha, como tocando las teclas de un piano imaginario suspendido en el aire, al tiempo que su abdomen y pecho se mueven marcando la respiración pausada y profunda.

El otro anciano, se mantiene en su lugar, de pié y casi inmóvil, tanto como sus fuerzas se lo permiten.

Luego de unos segundos, la mano del piano se detiene y cierra el puño de la mano izquierda, de inmediato la brisa se detiene y los cabellos del anciano gurú caen dóciles sobre sus hombros. El otro anciano deja caer el bastón, con evidente esfuerzo se mantiene de pié y cierra los ojos. Todo queda en silencio, la brisa se mantiene ausente, pero algunas pocas hojas secas comienzan a dar vueltas alrededor el débil anciano.

El anciano mayor se mantiene inmóvil mirando al cielo, mientras las hojas como impulsadas por una extraña fuerza, continúan rodeando lentamente al otro anciano, hasta que el gurú con un movimiento rápido abre sus dos palmas, entonces las hojas toman velocidad en torno al viejo tembloroso. El viento despierta y junto con las hojas se hace cada vez más intenso hasta convertirse en un pequeño tornado que crece y ruje hasta cubrir por completo al viejo que ya casi no podía sostenerse en pié . El bastón que yace en el piso sele disparado, y pega en el árbol que me protege. El viento sopla a cada momento con mayor intensidad en todo el lugar, al punto que para mantenerme debo sujetarme fuerte del árbol. Mi cuerpo está tenso, el aire frío y huracanado me hace cerrar los ojos, ramas, hojas y arenilla golpean mi rostro y manos, todo mi esfuerzo está en mis brazos intentando permanecer aferrado. Cuando ya casi no puedo sostenerme, estalla un grito desgarrador. El viento se calma y el silencio llena nuevamente todo el lugar.

Quedo tirado en el piso. Cuando recupero el aliento me incorporo. El anciano del bastón ya no está, y el anciano mayor, el gurú, baja sus brazos y abatido cae de rodillas.

En silencio, en el más absoluto de los silencios, siento el sollozo de aquel hombre, como un lamento acompañado de palabras sin vocales que –sin saber cómo- comencé a entender:

―No sabes, cuanto lamento que fueras testigo.―Dijo el anciano mayor observándome de reojo.

Aun agazapado detrás de aquél árbol, veo como el hombre dirige su mirada fría hacia mi y un puñado de hojas comienza a rodearme.

Trátese con cuidado

Después de 30 años de servicio para la compañía, solo falta un mes para jubilarme.

Hace unos días llegó a Uruguay Edward Withcare, el presidente de la compañía a nivel mundial, un inglés a la antigua, huraño, excéntrico y extremadamente exigente.

América Latina y especialmente Uruguay son siempre el último orejón del tarro, hace ya cinco años desde la última vez que nos visitó, ocasión que nunca podré olvidar. Era muy normal en mi olvidar tapar mi pluma fuente luego de usarla, ese día no solo no la tapé, también la puse en el bolsillo de mi camisa celeste con la punta para abajo. Salí de mi oficina y me encontré con personas muy importantes de la empresa, entre ellas Withcare, la imprudencia y la gran mancha significaron un escándalo que casi me cuesta el puesto de trabajo. Miguel –mi gerente- intercedió para que ese no se convirtiera en uno de los días más trágicos en mi carrera.
Para ahuyentar fantasmas, hoy me llevo mi pluma fuente –bien tapada– y guardada en un bolsillo de mi pantalón mi amuleto preferido, una escarapela de Garfield para la suerte.
***
Hoy es el gran día, a primera hora de la mañana, Withcare va a dar su discurso de despedida en el auditorio. Para mi desgracia me tocó en primera fila y este buen señor solo habla inglés. Mis estudios del idioma nunca fueron más allá de “the cat is in the kitchen” -cosa que siempre me pareció muy morbosa. ¿A quien se le ocurre cocinar gatos?-.
En plena disertación, luego de casi treinta minutos escuchando sonidos que debían significar palabras y de lidiar con el sueño cabeceando casi tres goles, me desperté cuando todos los empleados, clientes e invitados especiales, se pusieron de pié en medio de un aplauso cerrado mientras el disertante agradecía con gestos. Unos instantes después, pude reaccionar, también me paré y aplaudí mientras intentaba mitigar un bostezo. Enseguida Miguel tomó la palabra:
―A continuación, queremos hacer un homenaje especial, a quien nos ha acompañado durante 30años y está a punto de dejar esta organización.
De inmediato, con el auditorio aun de pié, otro aplauso llenó el lugar y con un gesto Miguel me invitó a subir al estrado. Para mi sorpresa, Withcare me recibió con un abrazo, luego tomó un pergamino, entonces comenzó a decir algunas palabras en el micrófono mirándome a los ojos.
Mi desconcierto era total, no tenía idea de lo que aquel hombre me estaba diciendo, luego de un breve silencio algunas personas rieron y de inmediato hice lo mismo, al menos así creerían que entendía algo de lo que decía aquel hombre, no podía dejar que se enteren mi desconocimiento del idioma. Poco después vi a Miguel asintiendo con la cabeza, hice lo propio y esperé hasta escuchar el tono de voz habitual en el final de un discurso.
Lamentablemente antes de dar con el final correcto, dos veces amagué abrazar a Withcare seguro de que había terminado el discurso. El final verdadero, lo descubrí por los aplausos, entonces si le di un abrazo como forma de agradecimiento, y me entregó el pergamino, lo abrí vi que no estaba firmado.
Como por reflejo, de inmediato saqué mi pluma de la suerte, quité la tapa y con un gesto se la ofrecí a Withcare para que me lo firme, sin dudarlo firmó, me entregó el pergamino, se puso a hablar con Miguel y se guardó mi pluma –punta para abajo y destapada– en el bolsillo externo de su chaqueta color pastel. Casi sin aliento quedé hipnotizado mirando el bolsillo, señalando con mi índice y esperando lo inevitable. Enseguida, un punto azul en la zona baja de la tela comenzó a crecer como parasitos, a paso lento pero seguro. Dibujé una sonrisa falsa en mi cara, cursé mis brazos con fuerza contra mi pecho y estiré mi cabeza como queriendo ver más de cerca. Sudaba ansiedad y desesperación.
Cuando el despliegue de la mancha se tornó incontrolable, metí mi mano en uno de mis bolsillos, saqué la escarapela de Garfield, me acerqué a Withcare y con una sonrisa apretada le dije “for the cat and the kitchen” mientras le prendía la escarapela justo encima de la maldita mancha.
Withcare me miró con extrema frialdad y sorpresa, mi cuerpo a estremecerse por los nervios. El viejo aspiró profundamente y estalló en una carcajada, me tomó de los hombros, dijo palabras claramente indescifrables y nuevamente me dio un fuerte abrazo.
Nunca supe si supo lo que ocurrió con su chaqueta, pero mantuve mi trabajo hasta el último día.
En una de las paredes de mi sala de lectura, solo tengo tres cosas colgadas: mi título universitario, el pergamino de la empresa firmado por Edward Withcare y un trozo de mi última camisa manchada de tinta. Tinta que la escarapela no pudo tapar y el último abrazo pegó en mi pecho.